ARTE

RE-CONSTRUCCIÓN DE LA AUSENCIA

Tras casi dos años de haber sido presentada, “Re-construcción de la ausencia” (1), de Aldo Shiroma (Lima, 1975), continúa siendo una de las primeras y más sobrecogedoras aproximaciones al arte que he tenido en mi vida.

Sin alguna pretensión que merezca la pena revelarse, llegué a la galería, ignorando que, una vez dentro, habría de toparme con una figura que creía, al menos, conocer hasta ese instante: yo. No sé cómo ni por qué, pero supe desde el primer paso que la tristeza que emanaba el color blanco que cubría cada pedazo de la gran sala estaba allí para ser también un poco mío.


¿Con qué se queda quien vive y ve morir a sus seres queridos?, es la primer pregunta que se me viene ahora a la cabeza, una interrogante difícil, sino imposible de responder –más por el asunto del dolor producto de dicha reflexión que cualquier otra cosa–. Intuyo que debe ser incluso más dolorosa para un artista: su sensibilidad, ahora lo sé, no es común a la del resto: la de ellos es como una cruz caliente e incesante. Sin embargo, al recorrer cada una de las “habitaciones” de “Re-construcción...”, la obra de Shiroma –que ha osado traspasar los límites que le impone las reglas de su juego y, más aún, su propia intimidad; el dolor tibio de la partida reciente–, desconcierta y, sobre todo, atrae: con un crudo homenaje, a medio terminar –el blanco como sinónimo del lienzo limpio sobre el cual se pintará pronto–, que pondera lo físico de la partida, el artista ha decidido aceptar la muerte de su padre y nos la ha ofrecido ya no como una escultura bien acabada producto de un imaginario personal entre tierno y sórdido, sino como una gran partitura visual y sentimental de picos y caídas, como el paisaje de un limbo pintado por el deseo de ofrecerle, con él, un poco de tranquilidad a su progenitor, que está a punto de partir. Un deseo, sobre todo lo demás, muy, pero muy humano.


Y eso, años después, me lleva a pensar en el objetivo de una muestra profunda como lacerante. ¿Qué quiso realmente Shiroma con “Re-construcción de la ausencia”? ¿“Abrirse”, como leo en una nota, “el pecho y exponer el corazón, palpitante, a los demás”? ¿Dejar sentir, como escribió una crítica, a la obra como un “abierto exorcismo, como un intento de liberalización antes que como un recuerdo amoroso”? Tal vez, sólo tal vez, sobre todo si tomamos dichos comentarios como dos miradas diferentes hacia el artista. Pero, ¿qué siente el que la recorre, para quien, en un gran porcentaje, está allí la muestra? ¿Qué quiso Shiroma que sintamos, consciente o inconscientemente?


El azar de mi subjetividad me impulsa a responder ahora que el objetivo de Shiroma fue que, visitándola, lo acompañásemos en una travesía poco o nada placentera (lo único de esta naturaleza aquí sería la exposición en sí, pero eso nos llevaría a pensar, si se quiere, de forma un tanto mórbida). Cercana y constante. Y fría al igual que el blanco. Como todas las heridas no físicas, la muerte se cura no en soledad, ni tampoco a la manera de un exorcismo, sino en compañía de muchas voces, incluso las de extraños –¿por qué no?–. Si bien es cierto que el artista transita por su memoria y para nosotros en un contexto de dolor irreparable, de lo que se trata –uno lo lleva muy dentro mientras camina, intentando tragar una saliva inexistente– es de aproximarnos hacia esa historia con él, que es un hombre dolido pero mentalizado de que hay formas solemnes, como ésta, para dejar partir a los queridos.


Y allí estamos nosotros ahora. Allí comprendemos que ese padre desaparecido está también allí para ser nuestro padre. Cierto también que esta aproximación es mía, pero pienso, por ejemplo, en que mi padre aún vive, sólo que está lejos, y lo siento –o sentí– cerca. Veo –vi–, de pronto, mi “homenaje” a su futura desaparición. Y voy, por qué no, un tanto con el corazón en la mano. Con el corazón de todos: el mío, el de mi padre, el de Shiroma y el del suyo.


Sentir el dolor atravesado en cada uno de los objetos esparcidos en cada espacio –las colillas de cigarrillos, las estrictas notas que dejó a los hijos el padre que se iba de viaje, el televisor, la vieja radio, la silla del consultorio, la mesa, por nombrar sólo algunos que se me vienen a la mente–, lo impulsa a uno a guardar silencio. A atragantarse con recuerdos que no son propios pero que, en ese momento, están allí para ser recuerdos compartidos. Y a respetar el dolor del que se va y es liberado.


Como dije al principio, luego de esta instalación, las cosas fueron distintas: el arte ya no era ese asunto pesado sobre el cual, la mayoría de las veces, no tenía ni un solo pensamiento, sino la ventana a través de la cual se me permitía descubrir pequeños pedazos de historias que merecían –merecen y merecerán– ser contadas. Comprendí que, con el arte, los hombres y mujeres pueden limpiarse heridas que de otra forma no podrían ser limpiadas, y también reír, burlarse de todo, y hacerlo para que el resto lo vea.

Se impacte.
Y recuerde.
Como yo ahora.


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1) Para no desconcertar a nadie –incluso a mí–, diré que “Re-construcción de la ausencia” fue una gran instalación que ocupó gran parte de la galería del CCPUCP, formada por una suerte de “pequeñas habitaciones” que reunían objetos personales –fotografías, mesas, papeles, radiografías, tocadiscos, televisión, etc.– del padre de Shiroma, fallecido no hacía mucho. Se trata de la primera y hasta hoy única instalación del artista.

Escrito por Alberto Villar Campos @ 8:01 a. m.,

1 Comentarios:

At 8:22 a. m., Blogger Unknown dijo...

Es muy bonito lo que te ha hecho sentir esta instalación.

 

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    Alberto Villar Campos
    Lima, Peru
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